La tecnología ha dejado de ser simplemente un catalizador del cambio para convertirse en el cambio mismo. Desde las tareas más cotidianas, como los canales y la forma en la que nos comunicamos, hasta las medidas de protección que aplicamos en nuestros entornos, la transformación tecnológica avanza, con o sin nuestro consentimiento, en tiempo real. Este fenómeno nos dirige a una pregunta ineludible para las organizaciones, especialmente en sectores empresariales y de seguridad privada: ¿cómo guiamos a nuestras comunidades, clientes y equipos cuando la velocidad de la innovación puede llegar a superar nuestra capacidad de comprenderla, gestionarla y, sobre todo, gobernarla éticamente?
En este nuevo entorno, la ética no es un valor accesorio, es el punto de partida. La capacidad de innovar ha dejado de ser suficiente. Hoy, lo que realmente distingue a una organización es su capacidad para innovar con principios.
La adopción de la Inteligencia Artificial (IA) en entornos empresariales es un ejemplo claro de esta disyuntiva. Desde un centro de monitoreo corporativo hasta plataformas de análisis de datos, las soluciones basadas en IA permiten detectar riesgos, anticipar eventos y mejorar los tiempos de respuesta. Sin embargo, el verdadero reto no está solo en su eficacia operativa, sino en asegurar que estas tecnologías sean comprensibles, auditables y desarrolladas con una base ética sólida.
En este sentido, recientemente, Motorola Solutions lanzó una iniciativa que surge de la búsqueda por aumentar la transparencia y la comprensión sobre el uso de la IA, empoderando a usuarios, clientes y ciudadanos para que sepan qué tipo de IA utiliza, con qué propósito, quién maneja los datos y qué nivel de supervisión humana existe. Se trata de las primeras etiquetas nutricionales de IA en el sector de seguridad pública y empresarial, una herramienta diseñada para explicar de forma clara y accesible cómo se integra y utiliza la inteligencia artificial en sus productos, similar a las etiquetas existentes en alimentos.
En contextos donde lo que está en juego es la integridad de las personas, los datos y los activos, la ética no puede ser una opción. Debe ser la base desde la cual se diseñan, prueban e implementan las soluciones tecnológicas.
El liderazgo tecnológico más allá de medir lo que somos capaces de construir, se define por cómo decidimos construirlo. Esto implica asumir una posición activa frente a temas complejos como el uso responsable de datos, la supervisión humana sobre decisiones automatizadas, la privacidad y la inclusión de múltiples voces en los procesos de diseño. En otras palabras: poner a las personas en el centro, incluso en un entorno dominado por algoritmos.
Está lejos de ser una casualidad que los grandes avances tecnológicos vengan acompañados de nuevos dilemas éticos. Lo que sí podemos evitar es enfrentarlos sin preparación. Un sistema de videoanalítica, por ejemplo, debe permitir que un operador entienda por qué se generó una alerta, qué datos se utilizaron y cuál es el margen de error. Sin transparencia no hay confianza; y sin confianza no hay legitimidad.
Por eso, cada avance que impulsamos como industria debe estar guiado por un principio rector: la responsabilidad compartida. Las empresas tenemos la obligación de garantizar que nuestras soluciones no solo cumplan con los estándares técnicos y regulatorios, sino que respondan a valores éticos claramente definidos. Pero esto no es tarea de un solo actor. Se requiere la participación de operadores, líderes empresariales, autoridades y sociedad civil.
La ética no puede quedarse en los discursos; debe traducirse en acciones concretas. Desde el diseño de productos hasta la rendición de cuentas, es necesario establecer marcos de gobernanza que no frenen la innovación, sino que la orienten. Los comités interdisciplinarios —donde convergen ingenieros, especialistas legales, expertos en seguridad empresarial y defensores de derechos humanos— son una muestra de cómo podemos construir soluciones más equilibradas, justas y humanas.
En este contexto, el liderazgo no se trata de entusiasmo por la disrupción. Se trata de construir confianza en un entorno donde las personas —usuarios, empleados y clientes— todavía se preguntan si la tecnología trabaja para ellas o sobre ellas.
Y esto cobra especial relevancia ante los desafíos concretos que se aproximan. En los próximos meses, México será sede de eventos de escala internacional que pondrán a prueba nuestra capacidad colectiva para proteger grandes concentraciones de personas y gestionar entornos empresariales complejos. La tecnología será fundamental, sí. Pero aún más lo será la confianza que la respalde.
Hoy más que nunca, los usuarios tienen derecho a entender cómo funcionan los sistemas que influyen en su seguridad. No basta con que una solución sea efectiva; debe ser también ética, inclusiva y coherente con los valores de las organizaciones y comunidades a las que sirve. Porque la legitimidad no se impone: se construye.
Como industria, nuestro reto ya no es demostrar que la tecnología funciona. Es demostrar que funciona bien, con principios, con humanidad y con un propósito claro. Porque, al final del día, el verdadero poder de la innovación no está solo en lo que transforma, sino en cómo lo transforma.
Solo bajo esa premisa —con una ética aplicada desde el diseño y una visión de liderazgo que priorice el impacto social y organizacional— podremos asegurar que la próxima ola tecnológica no solo sea disruptiva, sino también confiable.


