En los últimos años, la conversación sobre inclusión financiera ha estado llena de promesas, cifras y soluciones tecnológicas que parecen tener la respuesta para todo. Aplicaciones móviles, cuentas digitales y plataformas de pago surgen cada día con la bandera de la innovación. Sin embargo, detrás de los números y los titulares, millones de personas en México y América Latina siguen siendo invisibles para el sistema financiero. 

La inclusión financiera no puede reducirse a abrir una cuenta bancaria o descargar una aplicación. Para una vendedora en un mercado en México, para un trabajador migrante en Guatemala que envía remesas, o para una familia en Colombia que ahorra en una tanda, estas soluciones no siempre son viables ni accesibles. Y es aquí donde debemos hacernos una pregunta clave: ¿de qué sirve hablar de inclusión si no reconocemos las prácticas financieras invisibles que ya sostienen la vida de millones? 

En las tandas, cooperativas y redes comunitarias está ocurriendo la verdadera innovación. Estas formas de financiamiento “invisible” no aparecen en los informes de los bancos centrales ni en los reportes de las grandes fintech, pero generan impacto tangible: permiten comprar insumos, enfrentar emergencias o construir sueños. Su fortaleza radica en la confianza y la cercanía, valores que rara vez se priorizan en las soluciones de “alta tecnología”. 

Lo que necesitamos no es sustituir lo invisible con lo visible, sino tender puentes. La tecnología abierta —como el protocolo de Interledger, que permite transferencias seguras, instantáneas y de bajo costo entre cualquier sistema— tiene el potencial de conectar esas redes informales con infraestructuras digitales accesibles. Imaginemos una tanda que pueda integrarse a una billetera digital sin perder su esencia comunitaria. O un trabajador migrante que envíe dinero a su familia sin que las comisiones se lleven una parte desproporcionada de su esfuerzo. O pequeños comercios que, a partir de su historial comunitario de pagos, puedan acceder a crédito justo. Ya existen iniciativas piloto que apuntan a este futuro: desde corredores digitales de remesas probados en Centroamérica hasta grupos de ahorro comunitarios que exploran integraciones con billeteras móviles en Colombia

México es un terreno fértil para esta transformación. Y los datos más recientes lo demuestran: de acuerdo con la Encuesta Nacional de Inclusión Financiera 2024, el 76.5 % de los adultos ya cuenta con al menos un producto financiero formal, un avance importante frente a 2021. Sin embargo, la realidad sigue siendo contundente: sólo alrededor del 55 % de los adultos tienen una cuenta bancaria o tarjeta, lo que evidencia que millones de personas aún no acceden plenamente al sistema formal. Dinámicas similares se repiten en la región: en Perú, donde el efectivo sigue siendo dominante en las transacciones diarias, o en Brasil, donde a pesar de la rápida adopción de PIX, muchas comunidades rurales todavía dependen de círculos de crédito informales. 

Estas cifras nos dicen algo claro: la innovación tecnológica sola no basta si no se reconoce lo invisible y se genera conexión real con las comunidades. 

Repensar la inclusión significa pasar de los números a las vidas. La verdadera inclusión empieza por reconocer lo invisible y construir a partir de ello. No se trata de palabras de moda ni de promesas vacías: se trata de diseñar un sistema que escuche, respete y potencie a las comunidades que ya están creando soluciones por sí mismas. 

La invitación no es solo mirar lo invisible, es reconocerlo, valorarlo y transformarlo en la base de un nuevo sistema financiero más justo. Gobiernos, bancos, fintechs y sociedad civil deben ir más allá de las promesas vacías y dar pasos concretos: crear políticas que valoren las redes informales, apoyar proyectos piloto que vinculen las prácticas comunitarias con infraestructuras digitales, y diseñar sistemas de crédito y pago que crezcan desde la base hacia arriba. 

Porque el futuro de la inclusión financiera no se construirá desde los escritorios ni las conferencias, sino desde esas prácticas invisibles que sostienen la vida diaria. Si queremos un cambio real, debemos atrevernos a ver lo invisible y convertirlo en el corazón de un sistema que realmente sirva a las personas.

 

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